Nicholas Malebranche |
Ya he explicado en una entrada posterior como en el siglo XVIII se produce una re-evaluaión de la teoría imaginacionista en Inglaterra, y que concluyó con la disputa de Tuner y Blondel. También la Ilustración francesa vio nacer una doctrina de la imaginación maternal con implicación en todos los órdenes del espectro académico y social. Esta creencia se había popularizado a partir de 1670 a través de tratados populares de obstetricia y manuales de educación social tales como el anónimo Aristotle's Masteriece o el Tableau de l'amour conjugal de Nicolás Venette. Ambos dedicaron diversos capítulos a discutir la imaginación y sus efectos.
Al contrario de lo que ocurrió en Inglaterra, la recuperación de la teoría de la imaginación maternal en Francia no se debió al hecho de que fuera una explicación psicofísica del origen de la deformidad física, sino porque con ella era posible explicar la innegable semejanza que los hijos presentaban con respecto a sus padres. En este sentido, la imaginación maternal adquirió por primera vez un cierto carácter normativo y desligado parcialmente de la teratología.
Una de las principales figuras en este enfoque de la teoría de la imaginación materna fue, sin duda, Nicholas Malebranche (1638-1715) quien, inspirado tal vez en algunos textos de Ambroise Paré, discutió los efectos de la imaginación maternal en el libro II de su Recherche de la vérité (1674-75). Para Malebranche la imaginación maternal podía explicar, por ejemplo, porqué una yegua no engendraba una ternera o porqué una gallina no podía poner un huevo que contuviera una perdiz. Para este autor, que usó como base la teoría pre-existencialista, el hecho de que los niños ya se encontraran formados por Dios, la imaginación resutaba inevitable para garantizar que éste tuviera algún parecido con la madre o para que fuera de su misma especie. De esta manera, Nicholas Malebranche fue uno de los primeros en ofrecer una formulación de la teoría de la pre-existencia embrionaria así como en explicar los fenómenos de similaridad y disimilaridad entre hijos y ancestros por medio de la imaginación maternal (al contrario que Blondel quien uso precisamente esta teoría para rechazar la teoría de la imaginación materna). El origen de la teoría de este autor se encontraba en la propia circulación de la sangre que era capaz de transportar la parte más sutil de la misma, convirtiéndose de esta manera en el vehículo de transmisión de todos nuestros sentimientos, pensamientos e ideas. La consaguineidad funcional, según el autor, garantizaba que las pasiones, los sentimientos y los pensamientos que se ocasionaban en el cuerpo fueran comunes a la madre y al niño.
El libro de Malebranche
se reeditó repetidas veces durante el siglo XVIII y constituye el momento de formulación estricta de la doctrina de la
imaginación maternal como una cláusula fija de la doctrina de la
pre-existencia. La imaginación maternal permitía explicar las relaciones de
parentesco, los fenómenos de hibridación y los nacimientos monstruosos sin
tener que modificar una doctrina embriológica que sobrepasaba, con creces, los puntos
de vista aristotélicos sobre la generación, el orden y la continuidad. No obstante, esta teoría presentaba ciertos problemas epistemológicos: En primer lugar, se explicaba el porqué pero no el cómo. En
segundo lugar se reflexionó sobre el hecho de que si la influencia de la
imaginación materna era algo que solo se producía en el ser humano o bien había
que extenderlo a todos los seres vivos. Aceptar lo primero era aceptar que la
naturaleza no actuaba según patrones regulares, y que la explicación de la
monstruosidad humana no se aplicaba al conjunto de la creación. Aceptar lo segundo consistía en
admitir que no sólo los animales podían modificar el feto por el poder de su
imaginación, sino también los vegetales. Lo que llevó a la creación o a la
creencia en la una existencia de una gradación de las almas, en la que el alma del
hombre sería un poco más excelente que la del animal. Y en tercer lugar está el
problema de la paradoja, pues si bien estamos en un periodo en el que se negaba
la existencia de los monstruos imaginarios, por otro lado se rescataba entre la
cultura popular la creencia que apuntaba a la imaginación como causa inmediata de los
monstruos verdaderos. O lo que es igual: al tiempo que se pretendía que los
monstruos «falsos» eran producto de la imaginación, se insistía en que los
«reales» eran también producto de una imaginación diferente. En un
exceso de sofisticación teórica, los imaginacionistas tuvieron que explicar, a medida
que la investigación anatómica se extendía a las malformaciones internas, qué
objeto podría haber actuado sobre la imaginación de la madre para que el niño presentara
una quinta cavidad ventricular, dos venas aortas o una doble matriz.
De las dificultades meramente epistemológicas que hemos
citado más arriba no se siguió, sin embargo, que la doctrina de la imaginación
maternal fuera universalmente repudiada. Parecía posible, por tanto, negar
parte del razonamiento malebranchista sin tener que discutir el conjunto de sus
presuposiciones. Algunos autores tales como Albrecht von Haller, quien había negado en rotundo la influencia de la imaginación materna, concedía que había niños que sufrían toda su
vida de convulsiones porque su madre las había recibido durante su embarazo. Asimismo, la teoría imaginacionista se convirtió en una herramienta para defender la continuidad de prexistencialismo defendiendo de que no solo el feto, sino además las ideas eran esencialmente "innatas", y no sólo eso sino que además la influencia de la imaginación manterna sirvió para resolver algunos problemas teológicos, por ejemplo, el de eximir a Dios de cualquier responsabilidad en la producción de monstruos (al ser el feto ya creado a imagen y semejanza de Dios, sin la teoría de la imaginación, era el propio Dios quien creaba al monstruo, con la teoría de la imaginación ya no era Dios quien lo creaba sino los accidentes producidos por la imaginación).
Fuente:
Moscoso, Javier: “Los efectos de la imaginación: medicina, ciencia y sociedad en el siglo XVIII” en Asclepio, Vol. 53, Fasc 1, 2001, pp. 141-172.